Para todo niño, la casa de la abuela suele ser un lugar especial. Porque las abuelas, o al menos la mía, siempre tienen algo rico para comer, y porque suelen consentir a sus nietos. Pero a mí, su casa me atraía por un asunto en particular: los libros de la abuela. Tenía una biblioteca que aunque no era muy grande, estaba surtida de muchos libros, hasta el punto de que algunos quedaban horizontales por sobre los otros. Cuando me permitían quedarme "a jugar" en la biblioteca, solía ordenar los libros por altura, o sacar todas las revistas Selecciones y ordenarlas por fecha. Mi abuelo pasaba y me decía: "Dejá de leer, que me vas a comer todos los libros". 

En mi casa, en cambio, sólo había un atlas, una enciclopedia, un diccionario y un libro de cocina de Doña Petrona C de Gandulfo. Fui feliz cuando me regalaron mi primer libro, un ejemplar amarillento de una novela llamada "Alegre" que contaba una historia super triste. Fue mi primer libro, y el primero que me hizo llorar. Luego tuve "Mujercitas", al que también leí y releí hasta gastar las hojas antiquísimas. Ambos habían sido de mi mamá cuando era chica.  

Cuando yo tenía unos seis años, mi abuela tuvo que ser operada de la columna vertebral por un tumor benigno. En esa época, mi mamá iba a cuidarla todos los días, y yo podía leer todos los libros que quería. Un día, ella me advirtió: "No leas los que encuentres forrados de blanco". No pregunté por qué, pero la expresión de mi mamá parecía algo muy grave. Respeté esa orden durante muchos años, hasta que la curiosidad pudo más. Ya tenía casi doce años, y un día me aventuré a tomar uno de los libros prohibidos. No me di cuenta que en realidad no estaba forrado con papel blanco, sino que era el color de la tapa. La cubierta tenía una lapicera de donde goteaba un líquido rojo. Como ya estaba sugestionada, esa imagen me impactó mucho. Abrí la tapa con miedo, como si la historia pudiera realmente estar escrita con sangre. Las primeras páginas no me asombraron tanto, salvo por el hecho de que narraban el asesinato de una prostituta. Los investigadores parecían estar intrigados porque no había marcas ni huellas dactilares y no identificaban al culpable. Estaba escrito en primera persona, y al siguiente capítulo el narrador cambiaba. Nunca había leído algo así. Para mí fue toda una novedad. De ahí en adelante, siempre quise escribir una historia contada por múltiples narradores. No lo logré. Como dije, el primer capítulo fue narrado por el asesino, el segundo por una amiga de la víctima, el tercero por un periodista que investigaba el caso, el cuarto por el fotógrafo que acompañaba al periodista. Y aquí mi mente nuevamente saltó con una nueva revelación. El personaje comentaba, como si tal cosa, que consumía cocaína y necesitaba más. Que tendría que salir a buscarla y no sé cuántos detalles más sobre estupefacientes que me dejaron con la boca abierta. Jamás en mi vida había visto algo así. Y que estuviera en un libro me parecía una cosa de lo más espantosa. Sin embargo, me interesé cada vez más en esa historia. Y además, el asesino contaba que le había quedado una obsesión por las prostitutas porque de niño observaba el accionar de una pareja de adolescentes que sin pudor alguno realizaban actos "indecentes" en un granero del fondo de su casa. Durante semanas me quedé pensando en esa historia.