No podemos evitarlo. Es instintivo, innato y, en algunos casos, insufriblemente irremediable. La curiosidad va en nuestros genes, es esa vocecilla interior que nos empuja a querer saber quién fue el máximo goleador del Mundial de Naranjito, cuál es la diferencia entre acónito y luparia o qué narices estará cocinando nuestro vecino cuando huele todo el bloque a fritanga.Somos curiosos por naturaleza, y cuando dejamos de serlo es sinónimo de que algo falla. Es señal de que hemos perdido una parte de nuestra ilusión, de que, en cierta medida, somos un poco menos niños.