diablos, chiquilines, que éramos el único y que los demás eran simples
sombras, seres con quienes mantenía una relación superficial o aparente.
Un día decidí aclarar el problema Allende. Comencé preguntándole por
qué se había casado con él.
—Lo quería —me respondió.
—Entonces ahora no lo querés.
—Yo no he dicho que haya dejado de quererlo —respondió.
—Dijiste "lo quería". No dijiste "lo quiero".
—Haces siempre cuestiones de palabras y retorcés todo hasta lo
increíble —protestó María—. Cuando dije que me había casado porque lo
quería no quise decir que ahora no lo quiera.
—Ah, entonces lo querés a él —dije rápidamente, como queriendo
encontrarla en falta respecto a declaraciones hechas en interrogatorios
anteriores.
Calló. Parecía abatida.
—¿Por qué no respondes? —pregunté.
—Porque me parece inútil. Este diálogo lo hemos tenido muchas veces
en forma casi idéntica.
—No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si ahora lo
querés a Allende y me has dicho que sí. Me parece recordar que en otra
oportunidad, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona que
habías querido.
María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era
contradictoria sino que costaba un enorme esfuerzo sacarle una
declaración cualquiera.
—¿Qué contestas a eso? —volví a interrogar.
—Hay muchas maneras de amar y de querer —respondió, cansada—.
Te imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace
años, cuando nos casamos, de la misma manera. .
—¿De qué manera?
—¿Cómo, de que manera? Sabes lo que quiero decir.
—No sé nada.
—Te lo he dicho muchas veces.
—Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.
—¡Explicado! —exclamó con amargura—. Vos has dicho mil veces que
hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que
explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que Allende es un gran
compañero mío, que lo quiero como a un hermano, que lo cuido, que
tengo una gran ternura por él, una gran admiración por la serenidad de su
espíritu, que me parece muy superior a mí en todo sentido, que a su lado
me siento un ser mezquino y culpable. ¿Cómo podes imaginar, pues, que
no lo quiera ?
—No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma me has
dicho que ahora no es como cuando te casaste. Quizá debo concluir que
cuando te casaste lo querías como decís que ahora me querés a mí. Por
otro lado, hace unos días, en el puerto, me dijiste que yo era la primera
Ernesto Sábato 42
El tunel
persona a la que habías querido verdaderamente. María me miró
tristemente.
—Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí—. Pero
volvamos a Allende. Decís que lo querés como a un hermano. Ahora
necesito que me respondas a una sola pregunta : ¿ te acostás con él ?
María me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo me
preguntó con voz muy dolorida:
—¿Es necesario que responda también a eso?
—Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza.
—Me parece horrible que me interrogues de este modo.
—Es muy sencillo: tenés que decir sí o no.
—La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer.
—Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí.
—Muy bien: sí.
—Entonces lo deseas.
Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; la hacía con
mala intención; era óptima para sacar una serie de conclusiones. No es
que yo creyera que lo desease realmente (aunque también eso era
posible dado el temperamento de María), sino que quería forzarle a
aclarar eso de "cariño de hermano". María, tal como yo lo esperaba, tardó
en responder. Seguramente, estuvo pensando las palabras. Al fin dijo:
—He dicho que me acuesto con él, no que lo desee.
—¡Ah! —exclamé triunfalmente—. ¡Eso quiere decir que lo haces sin
desearlo pero haciéndole creer que lo deseás!
María quedó demudada. Por su rostro comenzaron a caer lágrimas
silenciosas. Su mirada era como de vidrio triturado.
—Yo no he dicho eso —murmuró lentamente.
—Porque es evidente —proseguí implacable— que si demostrases no
sentir nada, no desearlo, si demostrases que la unión física es un
sacrificio que haces en honor a su cariño, a tu admiración por su espíritu
superior, etcétera, Allende no volvería a acostarse jamás con vos. En
otras palabras: el hecho de que siga haciéndolo demuestra que sos capaz
de engañarlo no sólo acerca de tus sentimientos sino hasta de tus
sensaciones. Y que sos capaz de una imitación perfecta del placer.
María lloraba en silencio y miraba hacia el suelo.
—Sos increíblemente cruel —pudo decir, al fin.
—Dejemos de lado las consideraciones de formas: me interesa el
fondo. El fondo es que sos capaz de engañar a tu marido durante años, no
sólo acerca de tus sentimientos sino también de tus sensaciones. La
conclusión podría inferirla un aprendiz: ¿por qué no has de engañarme a
mí también? Ahora Comprenderás por qué muchas veces te he indagado
la veracidad de tus sensaciones. Siempre recuerdo cómo el padre de
Desdémona advirtió a Ótelo que una mujer que había engañado al padre
podía engañar a otro hombre. Y a mí nada me ha podido sacar de la
cabeza este hecho: el que has estado engañando constantemente a
Allende, durante años.
Ernesto Sábato 43
El tunel
Por un instante, sentí el deseo de llevar la crueldad hasta el máximo y
agregué, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza.
—Engañando a un ciego.
XIX
YA ANTES de decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que
quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro
y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la
frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había
tomado el partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e
inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). De manera que, apenas
comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor,
como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de
que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el
mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo
para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a
pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de mí y ya
ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María, reconocer mi
torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces esta maldita división de mi
conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me
lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser
humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que
denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la
otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad.
En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el
alma de María (y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora estaba hundido allá, en una
especie de inmunda cueva), ya era irremediablemente tarde. María se
incorporó en silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo la
conocía!) levantaba el puente levadizo que a veces tendía entre nuestros
espíritus: ya era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto
me acometió la idea de que ese puente se había levantado para siempre y
en la repentina desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones
más grandes: besar sus pies, por ejemplo. Sólo logré que me mirara con
piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, sólo
de piedad.
Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me
guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad.
Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un
punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una
serie de cosas.
Ernesto Sábato 44
El tunel
Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado. Corrí a su
casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y, por lo
tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano durante más de
una hora. Hablé por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y
que no había vuelto desde las cuatro (la hora en que había salido para mi
taller). Esperé varias horas más. Luego volví a hablar por teléfono : me
dijeron que María no iría a la casa hasta la noche.
Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares
en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos: la Recoleta, la
Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo. No la vi por ningún
lado, hasta que comprendí que lo más probable era, precisamente, que
caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen
nuestros mejores momentos. Corrí de nuevo hasta su casa, pero era muy
tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en
efecto, había vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era
imposible atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin embargo.
Algo se había roto entre nosotros.
XX
VOLVÍ a casa con la sensación de una absoluta soledad.
Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece
mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los
hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi
soledad no me asusta, es casi olímpica.
Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me encontraba
solo como consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones.
En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que
yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de
aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me
emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar
mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos
que me rodean.
Esa noche me emborraché en un cafetín del bajo. Estaba en lo peor de
mi borrachera cuando sentí tanto asco de la mujer que estaba conmigo y
de los marineros que me rodeaban que salí corriendo a la calle.
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